lunes, 15 de junio de 2015

MITOS Y LEYENDAS DE TURMERO

Mitos y leyendas de Turmero
El fantasma funerario
Alto y delgado, pálido como hombre en pleno susto, voz baja y suave pero de mirada acerada y de andar mangoneado sobre una bicicleta con matricula, Carlos Soto, “Carlitos el funerario” apodo injusto porque de eso vivía y no debió ser objeto de burla cantada con la vulgaridad del verbo, pero es así que podemos describir a este personaje, precursor de la actividad fúnebre de Turmero por allá en los años de principios del siglo 20.
Su vida pública debió ser igual a la privada, rodeada de misterio, porque después de muerto los turmereños de aquel entonces aseguraron que su fantasma comenzó a aparecer tratando de hacer lo que siempre hizo para vivir.
Con el permiso de sus descendientes que los hay en cantidad en este cerrado valle donde vivimos, no he cambiado su identidad porque el tema principal no afecta la memoria cristiana post morten, de quien fue un servidor en los momentos más dolorosos que en la vida puede tener un ser humano.
Nacimos y morimos, triste realidad que nos permite estar aquí a sabiendas que así fue y así ocurrirá; en la primera apreciación vale decir “si no nos engañaron nuestros padres” y en la segunda nadie ha emprendido juicio para desdecirlo, “sobran razones”.
Bien, vamos a contar lo de Carlitos el funerario, el disminutivo se lo puso su madre desde niño para diferenciarlo del hermano mayor de este. Al papá le decían “Carlote”, su voluminoso cuerpo y su voz de ogro lo justificaba, en nada parecido a sus dos hijos, quienes llevaron de primer nombre el suyo,  -- comentaba Delia Jaramillo madre de nuestro personaje --- “Carlote  se pone bravo si no le pongo su nombre a sus dos hijos, Carlos y Carlitos para saber quién es quien”,  de esa manera justificaba haber desacatado la costumbre del santoral, que por una parte el almanaque “Rojas Hermanos” de manera precisa y escrupulosa  ponía en circulación todos los años entre enero y febrero y por la otra,  en la iglesia católica donde se hacía énfasis en que el nuevo habitante de esta tierra debería recibir según el nombre del santo de ese día.
Estudió hasta donde los pobres podían hacerlo en aquellos años, Don Valerio, dueño de una bodega de la calle Cedeño, se convirtió a la sazón en una escuela primaria de comercio, así lo pensaban muchos de sus  vecinos y era obvio, “los que a falta de escuelas pensaban un poco en el futuro de sus hijos”, aprovechaban la confianza del bodeguero y le encomendaban a uno de sus muchachos, -- “para que aprendiera a sacar cuentas despachando”, y  aprendían las reglas básicas de la aritmética y hasta algunas de ortografía, porque “Don Valerio” se preciaba de buen escribiente.

Cuando arribó a su mayoría de edad había adquirido cualidades de comerciante y vio una oportunidad en una funeraria de Maracay, cuyo dueño era amigo de don Valerio, en la primera oportunidad lo visitó y le conversó su idea. A los días estaban en el “negocio” y nació así en Turmero la actividad de cobrar una cuota semanal,  que serviría para asegurar cuando menos, el pago del ataúd el día que la persona que pagaba falleciera, desplazando la odiosa súplica de los dolientes de recurrir a la “urna de caridad” que era un cajón retornable de madera forrado con fieltro negro que administraba la municipalidad.
La competencia surge a veces sin interés,  por la insistencia de hábitos o por vanidad, pero siempre se hace presente de alguna manera, las urnas que empleaba la funeraria maracayera a través de  Carlitos dejaron de ser negras y las forraban con fieltro morado si era mujer, blanco si era una niña o niño y marrón si era hombre el difunto a diferencia de la caridad que todas eran con fieltro negro, además copiaron adicionalmente de la sociedad caraqueña lo de montar una especie de altar mortuorio en la sala de la casa para los rezos, costumbre que perduró hasta que las funerarias por diversas razones se modernizaron montando ellas mismas en su local las capillas velatorias que se conocen hoy día.
Lo cierto es que “Carlitos el funerario” se hizo conocido en todo el pueblo  y hasta en los sitios más  alejados más allá de Guayabita, La Marcelota, Pedregal, etc. Se le veía montado en su bicicleta con un maletín colgado del tubo del medio donde llevaba las tarjetas de sus “asegurados” y la plata, que de a 1,50 dos y tres bolívares semanal, acumulaba según el servicio contratado, pagos que nunca alcanzaban a la hora del muerto y había que completar los gastos, pero siempre resultaba un alivio en esos momentos de dolor.
Este personaje estuvo por muchos años en este negocio y jamás quedó mal con su clientela y cuando él difunto era muy conocido,  acompañaba el cortejo de a pie hasta el cementerio, era un asesor espontáneo y confiable que por honrado y decente no se enriqueció como si lo hizo el dueño de la funeraria a quien entregaba lo recaudado y de quien solo obtenía un miserable porcentaje.
Pero cada quien escogía su modo de vivir porque la abundancia de comida, la mínima exigencia en el vestir y en el calzado, posicionaban a la persona dentro de la reducida sociedad que existía en Turmero, con dos únicas castas sociales: “los de la plaza y los del pueblo”, los apellidos me los reservo, pero fue una realidad hasta 1970 y las pruebas están, en que solo los primeros estudiaron y gobernaron mientras que los segundos,  nunca tuvieron la oportunidad, excepto las de ser subalternos y obreros de los primeros.
Carlitos se casó y a pesar de su actividad que espantaba a más de uno, formó parte de la vida social y procreó con su única mujer cinco varones y dos hembras. La gente del pueblo nunca estuvo clara entre aceptarlo o negarse a su amistad.
Carlitos enfermó y un día de agosto murió en Maracay en el “Hospital Civil”. En el momento nadie supo de su enfermedad y al final tampoco de su muerte. En Turmero, salvo unos pocos lo creían vivo, porque en esos días le vieron haciendo la cobranza  semanal y hasta afirmaron haberle pagado y por eso hubo pleitos con la funeraria que se vio forzada a cesar en sus actividades en estos predios.
El caso más recordado fue el de Anastasio Bolívar, un chofer de camión, en ese tiempo un “profesional” el cual murió de un infarto en el patio de la casa y la viuda Piedad de Bolívar, “Pijita” como la llamaban, se dispuso hacer las diligencias pertinentes para que le prestaran el servicio, contó que el primero que llegó a su casa  fue a Carlitos el funerario y este la orientó para que le dieran lo que le correspondía, si le extrañó que llegó sin que nadie le avisara, pero en esos momentos “quien va a estar pendiente de esas cosas”, alegó.
La funeraria reconoció los pagos y prestó el servicio, pero a ese caso siguieron otros a los que se negó porque era imposible que un muerto estuviese cobrando y menos asesorando a los deudos, siempre existió la duda  razonable  ante la posibilidad de algún avispado timador y por eso hubo un corte de fecha con aviso a los asegurados turmereños. Más las apariciones no terminaron y por un tiempo Carlitos el funerario fue noticia. El fantasma funerario, reseñó un periódico de Caracas en su sección de misterio con los datos aportados por la gente, se ligó con algo sumamente extraño que ocurrió el 20 de agosto de 1955, como fue el de una densa bruma que cubrió la plaza casi hasta el mediodía, no era humo, era neblina y los que se arriesgaron a permanecer dentro de ella no sintieron frio; encima de eso, vieron gente desconocida en su interior paseando y conversando tranquilamente y entre los pocos conocidos estaba Carlitos el funerario, última vez que lo vieron.
FIN
ONEROM. Agosto 2014

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