El fantasma funerario
Alto y delgado, pálido como hombre en pleno susto, voz baja
y suave pero de mirada acerada y de andar mangoneado sobre una bicicleta con
matricula, Carlos Soto, “Carlitos el funerario” apodo injusto porque de eso
vivía y no debió ser objeto de burla cantada con la vulgaridad del verbo, pero
es así que podemos describir a este personaje, precursor de la actividad
fúnebre de Turmero por allá en los años de principios del siglo 20.
Su vida pública debió ser igual a la privada, rodeada de
misterio, porque después de muerto los turmereños de aquel entonces aseguraron
que su fantasma comenzó a aparecer tratando de hacer lo que siempre hizo para
vivir.
Con el permiso de sus descendientes que los hay en cantidad
en este cerrado valle donde vivimos, no he cambiado su identidad porque el tema
principal no afecta la memoria cristiana post morten, de quien fue un servidor en
los momentos más dolorosos que en la vida puede tener un ser humano.
Nacimos y morimos, triste realidad que nos permite estar
aquí a sabiendas que así fue y así ocurrirá; en la primera apreciación vale
decir “si no nos engañaron nuestros padres” y en la segunda nadie ha emprendido
juicio para desdecirlo, “sobran razones”.
Bien, vamos a contar lo de Carlitos el funerario, el disminutivo
se lo puso su madre desde niño para diferenciarlo del hermano mayor de este. Al
papá le decían “Carlote”, su voluminoso cuerpo y su voz de ogro lo justificaba,
en nada parecido a sus dos hijos, quienes llevaron de primer nombre el suyo, -- comentaba Delia Jaramillo madre de nuestro
personaje --- “Carlote se pone bravo si
no le pongo su nombre a sus dos hijos, Carlos y Carlitos para saber quién es quien”, de esa manera justificaba haber desacatado la
costumbre del santoral, que por una parte el almanaque “Rojas Hermanos” de
manera precisa y escrupulosa ponía en
circulación todos los años entre enero y febrero y por la otra, en la iglesia católica donde se hacía énfasis
en que el nuevo habitante de esta tierra debería recibir según el nombre del santo
de ese día.
Estudió hasta donde los pobres podían hacerlo en aquellos
años, Don Valerio, dueño de una bodega de la calle Cedeño, se convirtió a la
sazón en una escuela primaria de comercio, así lo pensaban muchos de sus vecinos y era obvio, “los que a falta de
escuelas pensaban un poco en el futuro de sus hijos”, aprovechaban la confianza
del bodeguero y le encomendaban a uno de sus muchachos, -- “para que aprendiera
a sacar cuentas despachando”, y
aprendían las reglas básicas de la aritmética y hasta algunas de
ortografía, porque “Don Valerio” se preciaba de buen escribiente.
Cuando arribó a su mayoría de edad había adquirido
cualidades de comerciante y vio una oportunidad en una funeraria de Maracay, cuyo
dueño era amigo de don Valerio, en la primera oportunidad lo visitó y le
conversó su idea. A los días estaban en el “negocio” y nació así en Turmero la
actividad de cobrar una cuota semanal,
que serviría para asegurar cuando menos, el pago del ataúd el día que la
persona que pagaba falleciera, desplazando la odiosa súplica de los dolientes
de recurrir a la “urna de caridad” que era un cajón retornable de madera
forrado con fieltro negro que administraba la municipalidad.
La competencia surge a veces sin interés, por la insistencia de hábitos o por vanidad,
pero siempre se hace presente de alguna manera, las urnas que empleaba la
funeraria maracayera a través de
Carlitos dejaron de ser negras y las forraban con fieltro morado si era
mujer, blanco si era una niña o niño y marrón si era hombre el difunto a
diferencia de la caridad que todas eran con fieltro negro, además copiaron
adicionalmente de la sociedad caraqueña lo de montar una especie de altar mortuorio
en la sala de la casa para los rezos, costumbre que perduró hasta que las
funerarias por diversas razones se modernizaron montando ellas mismas en su
local las capillas velatorias que se conocen hoy día.
Lo cierto es que “Carlitos el funerario” se hizo conocido en
todo el pueblo y hasta en los sitios más alejados más allá de Guayabita, La Marcelota,
Pedregal, etc. Se le veía montado en su bicicleta con un maletín colgado del
tubo del medio donde llevaba las tarjetas de sus “asegurados” y la plata, que
de a 1,50 dos y tres bolívares semanal, acumulaba según el servicio contratado,
pagos que nunca alcanzaban a la hora del muerto y había que completar los
gastos, pero siempre resultaba un alivio en esos momentos de dolor.
Este personaje estuvo por muchos años en este negocio y
jamás quedó mal con su clientela y cuando él difunto era muy conocido, acompañaba el cortejo de a pie hasta el
cementerio, era un asesor espontáneo y confiable que por honrado y decente no
se enriqueció como si lo hizo el dueño de la funeraria a quien entregaba lo
recaudado y de quien solo obtenía un miserable porcentaje.
Pero cada quien escogía su modo de vivir porque la
abundancia de comida, la mínima exigencia en el vestir y en el calzado,
posicionaban a la persona dentro de la reducida sociedad que existía en
Turmero, con dos únicas castas sociales: “los de la plaza y los del pueblo”,
los apellidos me los reservo, pero fue una realidad hasta 1970 y las pruebas
están, en que solo los primeros estudiaron y gobernaron mientras que los
segundos, nunca tuvieron la oportunidad,
excepto las de ser subalternos y obreros de los primeros.
Carlitos se casó y a pesar de su actividad que espantaba a
más de uno, formó parte de la vida social y procreó con su única mujer cinco
varones y dos hembras. La gente del pueblo nunca estuvo clara entre aceptarlo o
negarse a su amistad.
Carlitos enfermó y un día de agosto murió en Maracay en el
“Hospital Civil”. En el momento nadie supo de su enfermedad y al final tampoco
de su muerte. En Turmero, salvo unos pocos lo creían vivo, porque en esos días le
vieron haciendo la cobranza semanal y hasta
afirmaron haberle pagado y por eso hubo pleitos con la funeraria que se vio
forzada a cesar en sus actividades en estos predios.
El caso más recordado fue el de Anastasio Bolívar, un chofer
de camión, en ese tiempo un “profesional” el cual murió de un infarto en el
patio de la casa y la viuda Piedad de Bolívar, “Pijita” como la llamaban, se
dispuso hacer las diligencias pertinentes para que le prestaran el servicio,
contó que el primero que llegó a su casa fue a Carlitos el funerario y este la orientó
para que le dieran lo que le correspondía, si le extrañó que llegó sin que
nadie le avisara, pero en esos momentos “quien va a estar pendiente de esas
cosas”, alegó.
La funeraria reconoció los pagos y prestó el servicio, pero
a ese caso siguieron otros a los que se negó porque era imposible que un muerto
estuviese cobrando y menos asesorando a los deudos, siempre existió la duda razonable ante la posibilidad de algún avispado timador
y por eso hubo un corte de fecha con aviso a los asegurados turmereños. Más las
apariciones no terminaron y por un tiempo Carlitos el funerario fue noticia. El
fantasma funerario, reseñó un periódico de Caracas en su sección de misterio
con los datos aportados por la gente, se ligó con algo sumamente extraño que
ocurrió el 20 de agosto de 1955, como fue el de una densa bruma que cubrió la
plaza casi hasta el mediodía, no era humo, era neblina y los que se arriesgaron
a permanecer dentro de ella no sintieron frio; encima de eso, vieron gente
desconocida en su interior paseando y conversando tranquilamente y entre los
pocos conocidos estaba Carlitos el funerario, última vez que lo vieron.
FIN
ONEROM. Agosto 2014
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